Llegué sin saber nada, me costó adaptarme, pensé en irme más de una vez... y terminé volviendo seis veces. Esta es mi historia con Berlín: una relación intensa, llena de idas y vueltas, que con el tiempo se transformó en amor del bueno
La primera vez que pisé Berlín fue el 5 de abril del 2022. Tenía 22 años, una visa working holiday y cero idea de lo que me iba a encontrar. Caí con mi pareja de ese momento, con un objetivo muy claro: viajar.
El primer mes lo pasamos en un Airbnb en Moabit. Medio alejado, medio desconectado, pero era lo único privado que conseguimos para dos personas. Ese mes fue clave para acomodarnos, entender dónde estábamos parados y adaptarnos a una vida completamente nueva.
Yo ya venía trabajando remoto para una startup de Estados Unidos. No era un sueldazo, pero me alcanzaba para vivir y, lo más importante, ahorrar para viajar. Laburaba a la tarde por la diferencia horaria, así que aprovechaba las mañanas para empezar a recorrer un poco la ciudad. Tenía una rutina medio extraña, pero me las arreglaba.
Ahora, te soy 100% honesto: migrar es duro. Dejar tu país, tus costumbres, tu gente, no es joda. Al principio estás en modo luna de miel, todo es nuevo y emocionante, pero con el tiempo empezás a extrañar. Y fuerte.
A mí me pegó al mes, más o menos. Berlín era un mundo completamente distinto a mi querida Buenos Aires. Todo era un trámite. Todo. (De eso voy a hablar en otro artículo porque da para largo). El clima era gris, frío y el sol aparecía una vez por semana, si tenías suerte. La carne era un insulto, cara y mala. Y ahí me empecé a preguntar: ¿para qué mierda me vine?
Pero no me quería volver. Para mí, volver era perder. Era retroceder. Así que empecé a moverme. Viajé por Europa con lo justo, como sea, solo o acompañado. Eso me salvó la cabeza. Aunque igual, la mayor parte del tiempo seguía en Berlín. Así que me obligué a hacer algo: conectar con la ciudad.
Nos mudamos a Friedrichshain (❤️). Y ahí arrancó el cambio. Me anoté en el gym, empecé a comer mejor, a armar planes, a meterme más en la ciudad. También ayudó que empezó el calor. Berlín con sol es otra cosa. La ciudad empezó a tomar color. Y yo también.
Me metí de lleno con la historia de Berlín. Entender la historia es clave para entender por qué la ciudad es como es. Ahí empecé a disfrutarla más. Julio 2022 me encontró feliz, con varios viajes encima y ya con un cariño real por la ciudad.
Pero como nada es lineal, en agosto me cayó una apendicitis de la nada. Sí, así, de un segundo para el otro. Terminé en el hospital y me operaron ahí mismo. Por suerte tenía un buen seguro de viaje, porque sino todavía estaría pagando. La recuperación fue una mierda. Perdí todo el estado físico que venía construyendo, me sentía un fideo. Encima moverme era un bajón, preocupé a todos, me sentía culpable, solo, medio en crisis de nuevo.
¿Mi solución? Lo de siempre: viajar. Volví al primer paso.
En septiembre me fui de eurotrip con mi grupo de amigos de Argentina. Ese viaje fue un golazo, pero también plantó una semillita que no sabía que iba a crecer: las ganas de volver. Estar con ellos me recordó todo lo que había dejado.
Y justo en octubre conseguí un trabajo increíble. Una startup berlinesa me contrató para un rol desafiante, de esos que te sacuden. El trabajo era remote-first, sin oficina, lo cual era clave. Me ordenó la cabeza. Tener un laburo en el mismo huso horario me devolvió cierta estabilidad. Pero esa semillita del viaje con mis amigos... estaba germinando.
En noviembre llegó el quiebre. Tenía todo: buen trabajo, buen sueldo, buenos planes, buen departamento (compartido, pero un lujo para lo que es Berlín). Y aún así, no era feliz. El trabajo remoto, que al principio fue una bendición, se volvió una trampa: cero interacción, cero vínculos. En ocho meses no hice un solo amigo fuera del círculo de mi pareja. Y hablando de eso, con ella ya no estábamos en la misma página. Ella estaba viviendo la experiencia working holiday, yo estaba atrapado en mi mundo de laburo y frustración.
Diciembre fue intenso. Le pude pagar parte del pasaje a mi vieja para que venga a visitarme. Hicimos un eurotrip juntos, algo que nunca voy a olvidar. Y ese mismo mes Argentina ganó el Mundial. Ver a mis amigos festejar desde lejos... fue durísimo. Todo eso terminó de regar mis ganas de volver.
En enero 2023 ya no había mucho que pensar. Clima helado, relación desgastada, ese vacío que no se iba con nada. Decidí volver. El 23 de enero volví a Argentina.
Pero mi historia con Berlín no terminó ahí. Volví seis veces desde entonces. El trabajo me lo permitió, y fue lo mejor que me pudo pasar.
Volver sabiendo que era temporal me hizo vivir la ciudad de otra manera. Me armé mi rutina: siempre me hospedo en Friedrichshain, voy a los mismos co-workings, tengo mis lugares para tomar birra, mis spots para cebarme unos mates. Me convertí en guía improvisado de amigos o conocidos que caen a la ciudad. Ya tengo hasta mi propio tour armado.
Hoy por hoy Berlín es una ciudad que visito seguido, y cada vez que voy me gusta un poco más. Pero también sé que esa es la relación que tengo que tener con ella. No volvería a vivir ahí, ni loco. Pero la amo. Así, como se aman algunas cosas que son parte de tu historia, aunque no te veas compartiendo el futuro.
Gracias por leer. En otro artículo te voy a mostrar todo lo lindo que tiene Berlín para ofrecer, sin que tengas que pasar por toda la primera parte 😉